Los factores que determinan el crecimiento de las plantas no empezaron a conocerse con precisión científica hasta bien avanzado el siglo XIX. Por experiencia, los labradores sabían que las tierras se agotaban con el cultivo y que era necesario abonarlas para mantener su rendimiento. También sabían de modo aproximado qué parcelas eran más apropiadas para plantar cereales y cuáles para pastos, viñedos u otros cultivos. Pero no tenían ni idea, lógicamente, de qué era el pH, el ‘potencial de hidrógeno’, definido en 1909 por el químico danés Sørensen y que mide el grado de acidez.
En Galicia la mayor parte de los suelos son ácidos debido al tipo de rocas que los conformaron –granitos y pizarras- y a la abundancia de precipitaciones. Para corregir el exceso de acidez lo mejor era añadir cal, cal que había que traer desde zonas cercanas en las que tal compuesto abundaba: desde el Cantábrico o desde algunas comarcas orientales gallegas como Sarria o Valdeorras. Precisamente en Valdeorras fue donde un destacado empresario, Marcelino Suárez González, estableció en 1900 la firma Caleras de Valdeorras para explotar los yacimientos locales de calizas. Una biografía del mismo ha sido publicada recientemente por Ricardo Gurriarán en el libro Empresarios de Galicia, coordinado por Xoán Carmona.
Como puede verse en un anuncio de la empresa de 1903, sus productos iban dirigidos al sector de la construcción, a varias industrias recién establecidas en Galicia –las azucareras y las que fabricaban carburo de calcio- y, lo que nos interesa aquí, a los agricultores. Un suministro de ‘borrallo de cal’ para mejorar sus tierras que se enfrentaba al problema de las deficientes redes de transporte existentes por aquel entonces.
El mapa de la red ferroviaria gallega de principios del siglo XX deja bien claro que eran muy extensas las zonas a las que no podía enviarse cal desde O Barco de Valdeorras -justo encima de la A de Astorga, en el mapa adjunto- por vía férrea, y ya no digamos por carretera. De ahí que Marcelino Suárez tuviese que crear sus propios servicios de transporte por mar para colocar su producto en las comarcas costeras, al igual que hacían otros empresarios, y botó en 1904 un balandro llamado Valdeorras.
No fue la valdeorrense la única empresa dedicada a fabricar cal viva, pero sí mucho más importante que otras fundadas con posterioridad –como por ejemplo Caleras del Lérez, Caleras del Ulla o Caleras de Tragove- que se ubicaban en la costa porque su materia prima llegaba por barco desde las costas cantábricas.
Décadas más tarde surgieron otras firmas cuyo objetivo principal era abastecer a los agricultores. La más destacada fue Calfensa -Calizas y Fertilizantes del Noroeste SA-, fundada en 1966 por Antonio Fernández López, Arcadio Arienza y Fidel Isla Couto en Oural (Sarria), al sur de la provincia de Lugo, pocos años después de que estableciesen en el mismo lugar la única fábrica de cementos de Galicia, Cementos del Noroeste.
Mejorada la red de transportes, llevar el producto a los cultivadores no era ya un obstáculo tan importante como a principios de siglo y había ahora que reducir costes en otra fase del proceso productivo: la de esparcir la cal por las tierras de cultivo. Surge así el ‘chintófano’, vocablo gallego que se usa para aludir a un objeto que se conoce pero cuyo nombre no se recuerda o no se sabe, en este caso el de una máquina un poco especial, con ventilador incluido.
Y como recuerdo la palabrita justo con ese uso, el de una cosa a la que no se encuentra nombre, como sucede con el verbo aquelar, pues me hizo mucha gracia que en una revista profesional del sector agrario se recogiese lo del chintófano, una 'palabra de oscuro origen', según el reportaje. Un caso de inventiva mecánica y de comodín del lenguaje coloquial, ya en desuso.